lunes, octubre 30, 2006

Espectralidad y caos

Un día se levantó y pensó que ya nada era igual. Todo había cambiado. La gente a su alrededor había cambiado. El mundo que lo rodeaba había cambiado. Y sin embargo él no se había movido de su habitación, el único lugar en el que nada había mutado. El tiempo siguió su ritmo inalterable olvidando su existencia y en algún momento cayó. Había caído por una grieta en la acera. Ahora no era nadie, no era nada. No era más que otro trasto tirado en la cuneta, acumulando polvo al lado de lavadoras oxidadas, de ordenadores obsoletos y de la más aterradora de las presencias: de antiguos y demenciales espectros. Sólo quedaba el aterciopelado roce de los susurros para consolarlo. Únicamente el viento gris que los portaba desde la ahora lejana realidad.

¿Cómo había ocurrido? ¿Cuándo había ocurrido? Es más, ¿Por qué había ocurrido? No lo sabía, pero eso tampoco importaba ya. Ahora sólo importaba el hecho en sí mismo. Los condicionantes no tenían sentido en el fantasmal mundo en el que se encontraba. Nadie se planteaba una pregunta en este mundo, todo estaba ya dicho. El estigma era lo que permanecía. La antítesis de la existencia; la contradicción que rodeaba todo cuanto alguna vez había sentido o pensado. Y en medio de aquél lastimoso caos, él: un profano en tierra de nadie; un ser que no entendía ni donde estaba ni tan siquiera que hacía allí, rodeado de aquellas sombras de la perfección.

Caminó durante lo que parecieron años por aquella desolada carretera sin fin ahuyentando a todos aquellos deformados ideales que lo acechaban. Eran tan sólo presencias torturadas, atrapadas en la inexistencia de su propia perfección. Los rechazó a todos uno por uno, perdiendo una idea a cada golpe dado, alejándose de la cordura a cada paso ejecutado; pero por fin llegó al final. Ante él tan sólo el más inmenso vacío, un agujero lleno de interrogantes, lleno de respuestas, pero hueco al fin y al cabo. Pero aún había algo más. En su límite dos figuras luchaban. Dos presencias luminosas, atrayentes; y por encima de todo, reales. A un lado el más noble de los impulsos: el salto a través del precipicio, el arriesgarse a saltar aún sabiendo que no hay final, el todo o el nada. Al otro, el llanto: las desgarradas lágrimas del que se sabe derrotado, del que sabe que caerá y no tiene valentía para intentarlo. Y cada lance una figura, a cada roce un espectro más. Lo entendió sin comprenderlo e hizo lo único que podía hacer: actuó.